Entre sus infinitos atractivos, la capital de Francia ofrece una educación sentimental que se resume en la idea de un verano eterno, aunque llueva y haga frío. La estación de la plenitud se multiplica en calles, fuentes y parques. Y perdura como una marca en el alma de sus visitantes ocasionales, que la abandonan con una certeza: París no se acaba nunca.
Los motivos del amor por la Ciudad Luz
// Por Nicolás Artusi
“Es casi imposible fingir que se ama sin transformarse ya en amante”: aunque acuñada en una epifanía de inspiración en el año 1650, la frase del matemático francés Blaise Pascal emociona con su atemporal vigencia. Para el turista ocasional, parece una definición del ánimo romántico que inspira la visita a París: con la llegada de cada invierno, mi memoria emotiva rescata la ensoñación en que me sumergí aquella tarde de verano cuando me entregué al remoloneo público en los jardines de las Tullerías, ahí nomás del Museo del Louvre. Y mi vademécum literario recuerda la declaración de amor de Ernest Hemingway por aquel paraíso de cuatro estaciones, cuando en el primer capítulo de su libro París era una fiesta, el protagonista entraba en “un café simpático, caliente, limpio y amable” del boulevard Saint-Michel y colgaba su sobretodo en el perchero y dejaba el sombrero sobre una estufa y pedía un café con leche y se ponía a escribir un cuento y se enamoraba de una chica que se sentaba sola junto a la ventana, en un día de lluvia y frío. Sigue leyendo