Hitler tenía fantasías necrofílicas. Idi Amin decía conocer el momento exacto de su muerte. Ceausescu no se bañaba porque eso era para los mortales. En “Historia mundial de la megalomanía”, Pedro Arturo Aguirre indaga en la mente de algunos grandes líderes del siglo XX.
Manías, debilidades y delirios de los dictadores
// Por Nicolás Artusi
Cuenta la leyenda que, un frío día de febrero de 1937, toda la Unión Soviética se unió en el recuerdo del centenario de la muerte de Aleksandr Pushkin, el gran poeta nacional. En su honor se celebraron muchos conciertos y se levantaron muchas estatuas, pero la más extraordinaria fue la que se erigió en la pequeña ciudad de Mykolaiv, que desde la lejana Ucrania pretendía diferenciarse del resto y, para eso, pidió orientación al Ministerio de Cultura en Moscú. El caso llegó hasta el escritorio del mismísimo Josef Stalin, Padre de los Pueblos, quien se irritó ante lo poco original del homenaje: “Pushkin de pie en actitud lírica, Pushkin meditando, Pushkin sentado y escribiendo, Pushkin con expresión esquiva… ¡nada que aporte a la Revolución y la construcción del socialismo!”, se amargó el dictador. Un aliento de aire helado recorrió las nucas de los funcionarios presentes, que se apuraron a consentir: “Tiene toda la razón, camarada”. Después de interminables cavilaciones, la epifanía llegó gracias a un humilde escultor ucraniano que presentó el boceto de la estatua indiscutible. La idea grandiosa fue concretada en pocas semanas, con todos los recursos del Estado a disposición de la magna tarea, y se inauguró justo para la fecha del homenaje, en presencia de todo el politburó ucraniano: una escultura de Stalin… leyendo un libro de Pushkin. Sigue leyendo