// Por Nicolás Artusi
El trotecito apacible como epopeya, el pique en velocidad como remanso. Palpitación y taquicardia como epílogo para el sprint por el Rosedal, en el que me fantaseo a lo Usain Bolt, justo en la semana en que el hombre-jet corre 100 metros en 9 segundos, 58 centésimas. No es para tanto, sólo una cuadra. Más próximo al robot que al héroe, el maratonista profesional vuela sin despeinarse y, ahí donde la velocidad supersónica se vuelve reposo, me comparo con él: hierven las sienes, el corazón sube a la garganta, los muslos se agarrotan… y entro en Nirvana, pausado en el esfuerzo, soplando el viento como diría Dylan, curiosamente lúcido (el autoanálisis no se me da en circunstancias naturales), casi iluminado en el padecer.